LAS PIEDRAS DE LA FUENTE DE SAN FRANCISCO

Antonio Rodríguez Sáiz - Cuenca, Mayo 2017


Confieso que este pequeño hecho que relato yacía en el zaquizamí del recuerdo hacía tiempo porque, en principio, no consideraba motivo de unas líneas este pretérito acto administrativo pero, el tiempo pasa y aquello que un día no consideraba digno de mención hoy, al menos me parece algo más anecdótico y un recordatorio al cumplimiento del deber en la actuación pública de los gobernantes incluso en las pequeñas realizaciones y comportamientos del día a día.

En el Archivo Municipal de Cuenca (legajo 2007 exp.48) figura la certificación del oficial primero del Ayuntamiento, Teodoro Escobar Portillo, que actuaba de secretario por ausencia del titular.

Daba cuenta este cualificado funcionario del acuerdo tomado en el pleno municipal celebrado el 13 de octubre de 1902, a petición del primer teniente de alcalde, José Gómez Madina, de familia de impresores durante varias generaciones para enajenar previa tasación y mediante concurso las piedras procedentes del derribo de la fuente de San Francisco existentes en el Callejón de Misericordia, llamado así por estar en él la Casa de Necesitados y Pobres, después se llamaría calle Teniente González y más recientemente de José Luis Álvarez de Castro. Hoy es zona peatonal que enlaza Carretería con la calle Colón.

La fuente de San Francisco, llamada también del Rey Don Alfonso, había estado situada al final de la calla Madereros (Carretería) y había sido construida en 1861, obra de cantería ordinaria y pilón circular con un árbol central, detalles que se repetían en algunas fuentes construidas entonces como las de Carretería (1860), con cuatro caños y abrevadero para dar de beber a los animales y la fuente de la Puerta de Valencia (1862) con dos caños.

La fuente de San Francisco, de cuatro caños, sin ser una obra arquitectónica importante desde el punto de vista artístico, sólo se puede considerar de tipo utilitario para servicio público. Tenía la particularidad que dos de sus caños se surtían de las aguas procedentes del paraje de la Cueva del Fraile y los otros dos del  manantial de la Cueva de la Zarza.

El manantial de la Cueva del Fraile, en la Hoz del Huécar, entre rocas cretácicas, tenía un caudal de 200 litros/segundo, cuya agua llegaba a la ciudad bordeando los hocinos y pasando por debajo del arco de los Hermanos Bezudo (uno de los accesos a Cuenca) por una cañería de plomo de 3km de longitud, en funcionamiento desde 1553 – en el reinado de Carlos I – hasta el depósito situado en la calle de San Pedro. Fue el proyecto obra de Juan Velez y su hermano Rodrigo; el ejecutor de la obra fue Juan Torollo, maestro de fontanería. Oscilaba la temperatura del agua muy poco 11º en la estación invernal y 2º más en la época estival.

Por su parte el agua de la Cueva de la Zarza, igualmente en la Hoz del Huécar, procedía de un manantial que derramaba a un pilón en un zona, hoy en un espacio mejorable, dentro de la espesura del bello paisaje. Llegaba el agua a la capital pasando por el Rincón de Mirabueno, fuente de Don Fernandico, Convento de San Pablo (hoy Parador Nacional), camino de la ciudad.

Esta sencilla y singular fuente después de estar durante cuarenta años calmando la sed de los ciudadanos conquenses había llegado a su fin y después del acuerdo citado el alcalde, Arturo Ballesteros Rubio dictó una providencia para que el maestro de obras Juan Lucas examinase e hiciera tasación de las piedras de la Fuente de San Francisco o Rey Don Alfonso, con carácter de urgencia y traslado del informe a la alcaldía para posterior anuncio de subasta y venta pública al mejor postor, previo a la recogida de las piedras de la fuente y proceder a su numeración.

Por el informe se conoció que tres de los antepechos del pilón de la fuente estaban en casa de Federico Viejobueno y dos en el ex cuartel de la Guardia Civil. Todas las piedras eran de línea recta y con un precio calculado de 10 pts cada antepecho (50 pts en total).

Enfrente del ex cuartel de la benemérita había 11 piedras procedentes de la fuente derruida colocadas para el sostén de tierras, con indicación – en el informe – que se podían retirar y sustituir por mampostería.

Otras piedras de menor interés material, también fueron numeradas y valoradas.

Visto el rápido informe del sobrestante (24-10-1902) Lucas entregado dos días después de habérselo solicitado por parte de la alcaldía, se observa que para “quitar las piedras que sirven de sostén de tierra había que hacer un muro de mampostería que tendría más coste que el valor de las citadas piedras sacasen en subasta, solamente las cinco que se hallan sueltas, tres en casa de Federico Viejobueno y dos en el cuartel viejo de la Guardia Civil, bajo el tipo de cincuenta pesetas en que aparecen tasadas”

Se fijó la subasta para el 15 de noviembre de 1902 a las once de la mañana en la Sala Consistorial con pujas a la llana y adjudicación al mejor postor. Con este fin se pusieron anuncios en los sitios habituales.

Según estaba anunciado se celebró la subasta presidida por el alcalde, Arturo Ballesteros, acompañado por el concejal en funciones de regidor Joaquín Zomeño (después sería alcalde) y el secretario del Ayuntamiento Evaristo Pareja. Solamente se presentó el industrial de la capital, Pedro Torrecilla, que pujo por el importe de 50 pesetas, cantidad en que se habían tasado, siendo así el adjudicatario de las cinco piedras de sillería y con carácter definitivo 48 horas después, en acuerdo plenario.

Una vez realizada esta descripción, quizás sería bueno reflexionar y tener presente que hasta en los actos administrativos más pequeños, como el que nos ocupa, debe existir trasparencia y escrupuloso cuidado con los bienes de la colectividad si bien hay que tener en cuenta la angustiosa economía que pesaba sobre el Ayuntamiento de Cuenca aquel año (y otras muchas veces más). Sirva de ejemplo de esta situación que meses antes, cuando el hundimiento de la torre del Giraldo o de las Campanas de la Catedral, en las arcas municipales sólo había 15 pts y hasta el mismo alcalde Ballesteros – después senador – tuvo que poner dinero de su bolsillo para pagar jornales en los días de la tragedia.